martes, 21 de agosto de 2007

El último día en Jerusalén

El oscuro cielo comenzaba a clarear. En el cielo, la noche con su color azabache luchaba contra el día, en un férreo intento por salir vencedor; tal y como sucedía en estas tierras. Abrí los ojos para que las frías paredes acompañasen a mi cansada mirada en aquel último día. Los bloques de piedra conservaban el frescor de la noche y mantenían a raya al calor que transportaba múltiples sensaciones.

Por la ventana se podía observar la ciudad que comenzaba a despertar para hacer frente al día, al último día; en Jerusalén. Aún sentado en mi camastro permití que ese nuevo aire me hablase del ambiente que me rodeaba, pudiendo percibir un futuro para nada incierto, al menos para mí. Incienso, metal, voces, estruendo, calor, dolor, euforia, desesperanza, llanto. Lo entendí perfectamente y al instante capturé todo esto en mi esencia; un mensaje más de la vida, el último mensaje.

Me acerqué a una mesa que había en aquella habitación. Con algo de agua que quedaba en la jarra me lavé la cara, intentando eliminar los restos de cualquier tipo de preocupación. Sabía como debía actuar pues todo debía seguir su curso y yo no era nadie para evitarlo. Poco a poco el aire se llenó con las voces de los imánes que llamaban a sus fieles seguidores a entonar sus oraciones y plegarias.

Como si de un enfrentamiento se tratase, versos de la Biblia en latín surcaban el espacio de la ciudad intentando entrar en las mentes y conciencias de los pobladores de aquellas tierras. Dos formas de vida, dos formas de pensar, de actuar y de creer, dos esencias. Lucha encarnizada de palabras sin sangre de por medio, tan sólo palabras; de momento.

Avancé hasta el pequeño armario que poseía en mi habitáculo. Saqué las únicas ropas que había allí, perfectamente limpias y dobladas. Era la ropa que solía llevar en ocasiones importantes, podría decirse que era la ropa de gala de mi orden y ese día era un día importante. Hasta a mí mismo me parecía un poco irónico considerar el día de mi muerte un día importante, siempre y cuando consideremos como importante un día para la gloria, el recuerdo y la festividad.

Me observé durante unos segundos al terminar de colocarme mis ropas y me puse el crucifijo que correspondía a mi orden. Nuestro último Papa pedía que mostrásemos nuestra cristiandad a aquellos infieles portando muy a la vista cualquier signo de pertenecer a “nuestra santa y pura creencia cristiana” como él solía decir en sus interminables discursos en latín. Esbocé una sonrisa al recordar la cantidad de sandeces que pedía que hiciésemos y dijésemos.

“Proteged esas tierras pues son santas” dijo otra vez, y yo siempre me he preguntado por qué si son tan santas las manchábamos con excesiva facilidad de sangre cristiana y musulmana. Como cristiano que era y sigo siendo, he intentado querer, ayudar y comprender a todos los habitantes de esta tierra. Incluso, he llegado a observar como era posible la coexistencia pacífica entre ambas religiones dentro de la ciudad.

Me situé frente a la ventana y observé el horizonte en donde las tropas enemigas comenzaban a prepararse para el comienzo del día. Se movían deprisa de un lado a otro terminando de colocarse. Pensé que debía hacer lo mismo, después de todo yo también tenía un papel que interpretar en aquel escenario. Yo iba a ser uno de los protagonistas de una historia que quizás con el tiempo nadie iba a recordar.

Me acerqué a mi cama y cogí mi espada. La sostuve entre mis manos recordando todas y cada una de las batallas en las que ambos habíamos participado. La enfundé y la coloqué en mi cintura sintiéndome ya preparado para la lucha. Tenía la opción de escapar de aquella cuidad y salvar mi vida. Tan sólo tenía que coger un par de provisiones y mi caballo, huyendo hacia el mar. Pero como buen cristiano, templario y guerrero enfrentaría mi destino entregando mi vida por la causa que me llevó a Jerusalén.

No podía ni quería alejarme de Jerusalén. Lo más probable era que encontrase una muerte dolorosa en el frío y duro hierro de la espada de algún guerrero musulmán. Pero eso ¿qué más daba? Me quedaría a luchar para que la ciudad siguiese en manos de cristianos y bajo la protección de mi orden templaria y de la Santa Madre Iglesia.

El día se alzaba llamándome a cumplir mi destino y yo me enfrentaría a él con la cabeza alta, sin dudas, sin temores, tan sólo con la seguridad de hacer lo que debía. Ese día Jerusalén iba a caer en manos musulmanas y yo caería con ella. Salí despacio del habitáculo dirigiéndome hacia los exteriores en donde el calor ya comenzaba a hacer mella.

Llegué a una de las calles principales en donde un joven criado cuidaba de mi caballo. Avancé trotando hasta situarme junto a mis compañeros de orden. Miramos como la puerta principal se abría dejándonos paso para salir y defender la ciudad. Había llegado el momento. El último día en Jerusalén.
Dedicado a una gran amiga.
Marta Gómez Medrán

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Vaya, vaya. Parece una carta de Jesús en su último día de vida. Vaya, no sabía que eras Gómez. A ver si seguís con el blog.
***PINGUIPABLO***

Anónimo dijo...

Habéis sido galardonadas con un Thinking Blogger Award.